Patones (parte primera)
Muy cerca de Madrid y lindando con la provincia de Guadalajara existe un pequeño pueblo cuyo término municipal alberga varios yacimientos que demuestran su ocupación por el hombre desde la noche de los tiempos. La cueva del Reguerillo está situada en la ladera occidental del Cerro de la Oliva, hoy en día cerrada a cal y canto, contiene o contenía pinturas rupestres cuya antigüedad algunos estiman en más de 40.000 años. En la cima del cerro de la Oliva se pueden visitar los restos de un poblado carpetano-romano ocupado posteriormente por los visigodos. El actual pueblo de Patones de Arriba es una de las mejores representaciones de arquitectura negra por el material utilizado en sus construcciones. Algunos dicen que el tiempo se ha parado en sus calles, otros incluso dicen haber visto unicornios y corren varias leyendas que hacen de él un lugar lleno de magia. La más popular de todas es la leyenda patónica, la cual dice que Patones fue un reino independiente desde la época visigoda.

Según cuenta en 1781 Don Antonio Ponz, en su obra «Viaje de España, en el que se da noticia de las cosas apreciables y dignas de saberse que hay en ellas» (tomo X) (Madrid, 1781) sobre el reino de Patones lo que sigue:
«Como a mitad de camino entre Torrelaguna y Uceda se ve a mano izquierda una gran abertura en la cordillera, que cierra un pequeño valle, llamado «Lugar de Patones» sobre el cual sería delito no contar una célebre antigualla, que es la siguiente: En aquella desgraciada edad en que los sarracenos se hicieron dueños de España, ya se sabe que muchos de sus moradores huyeron a las montañas y a los parajes más escondidos y retirados. Algunos buenos cristianos de la tierra llana decidieron, pues, introducirse por la expresada abertura, buscando en el interior de la sierra cuevas donde esconderse, y fue de tal suerte, que no cuidando los enemigos de territorio tan áspero y quebrado, pudieron aquellos godos fugitivos vivir en él todo el tiempo libres del poderío musulmán, manteniendo sus costumbres, creencias y sustentándose de la caza, pesca, colmenas, ganado cabrío y del cultivo de algunos centenos, como lo hacen también ahora.
Estos hombres, que se llamaron los Patones, eligieron entre ellos a la persona de más probidad para que les gobernase y decidiese sus disputas, de cuya familia era el sucesor, y así se fueron manteniendo de siglo en siglo con un gobierno hereditario, llamando a su cabeza «Rey de los Patones». No es esto lo más gracioso, sino que después de haber recobrado España su primitiva libertad, y sacudido totalmente el yugo de los sarracenos, se ha conservado entre los Patones este género de Gobierno (bien que subordinado a los Reyes de España y a su Consejo) hasta nuestro días, en que el último rey de Patones solía ir a vender algunas carguillas de leña a Torrelaguna, en donde le han conocido varios sujetos, que le trataron y me han hablado de él.
Este hombre, que era pacífico y enemigo de chismes, se dejó de cuentos, y comprobando que sus súbditos se situaban ya en el boquete, a vistas a la llanura, hubo de barruntar alguna inundación de las fórmulas legales de su reino (donde los juicios eran verbales, sin autos, pedimentos, ni traslados), o acaso la ocupación del Gobierno le impidiese atender debidamente a su propia subsistencia, por lo que abandonó su trono; de modo que los Patones, viéndose sin pastor, se sujetaron espontáneamente a la jurisdicción y al corregimiento de Uceda, de la cual hoy es aldea el Reino Patónico.
¡Cuantas reflexiones morales y políticas me viene a la imaginación! Un reino hereditario de mil años por lo menos, gobernados en profunda paz, sin otras reglas que la razón natural; un pueblo conservado en medio de España, en el cual no pudo hacer brecha el Corán, ni tanto errores como después fueron viniendo; un reino contento con la angostura de sus límites, sin dar entrada a otras costumbre, ni trajes, ni más idea que la de cultivar bien su estrecho territorio, ni más cuidado que los de sus colmenas y su ganado; los hijos de las familias sujetos a los padres, y todos ellos obedientes a su rey..

Queden, por lo tanto, los lectores instruidos de esta singular Monarquía Patónica, de su principio, duración y fin; y aunque alguien diga (que bien se dirá) ¿cómo es posible que existiese eso a doce leguas de Madrid, sin saberlo yo, ni haber oído hablar a alma viviente? no me causara maravilla, pues yo me hallaba en el mismo caso. Sabido es cuál suele ser nuestra curiosidad por indagar lo que sucede a dos o tres mil leguas de aquí, ignorando lo que hay en nuestra propia casa..»